En la Valencia musical con su moderno Palau de la Música y el vanguardista Palau de les Arts al frente, más las múltiples bandas nacidas en todos los puntos de nuestra Comunidad, no podía faltar, sin embargo, la Valencia de los agudos y graves trinos que se escuchan en el amplio salón bajo sus incontables bóvedas verdes: el que está situado dentro de un recinto centenario en el que convergen la belleza de sus arboledas junto a la esbeltez de sus troncos cual columnas jónicas que las alimentan, y en donde desde la tranquilidad de sus senderos y la generosidad de sus bancos (entre las mil y una especies diferentes que allí se encuentran) se escucha la melodía de los pajarillos entre una vegetación exuberante, próxima al clamor de la calle y del que afortunadamente logra exilarse.
Y es cuando se detiene el tiempo. Cuando pasa plácida la tarde, al igual que las aves incansables lo hacen de rama a rama. Es cuando el sosiego se apodera del visitante a tan bello paraje, haciéndole partícipe de un especial y urbano encanto.
A él, todo un compendio de riqueza botánica, frondosa, donde se encuentran las más increíbles especies de cualquier parte del mundo, acude el pintor con su caballete recreándose ante un pequeño estanque tapado por la delicadeza de un nenúfar, cubriéndolo tal y como lo hiciera un bello mantel de floreado esmeralda, dejado caer por unas manos invisibles cuidadosas de la naturaleza, a la que con tanto mimo pertenece.
Mientras, los pajarillos, buscan y encuentran algunas simientes que picotean en el suelo, sin huir del paseante que cerca de ellos pasa.
Los canarios, los jilgueros, los gorriones, los mirlos, las palomas, junto a otras especies más que lo visitan, llenan y pueblan al Jardín Botánico de Valencia; se adueñan de las copas de sus árboles que una junto a la otra, lascivas se besan. Y en su unión, forman inequívocas un solo árbol multiforme, albergue de la más tierna imaginación. Todo el recinto se convierte en la bóveda verde de un salón columnario por cuyas cristaleras entra la luz, que, dejando su calor arriba de la cúpula inescrutable, se mantiene el frescor. Y junto a los trinos y su deleite, el encanto reina por todos los rincones del Jardín.
En el que al igual que surge una historia de amor en un escondido banco junto a un viejo tronco, el gorgoteo de una paloma acompaña a un lector, algo apartado del Cupido ángel, sumergido en las páginas de su libro mientras pasa el tiempo en el solaz del Botánico.
Todo lo demás, lo embellece más si cabe: sus cuidados, sus plantas acuáticas, sus invernaderos, su umbráculo, sus pequeñas acequias y sus rocallas; y sus esculturas tal enanos de un bosque encantado que simulan; y sus gatitos, que igual corren por los enredados caminos, que ascienden veloces por un tronco perdiéndose por los secretos de sus ramas.
Casi doscientos años de historia (aunque sus orígenes en la idea se remontan al siglo XVI) y el amor de unos botánicos, fruto de la Ilustración, hicieron posible la puesta en marcha de la mejor escuela, en la que el amor a las plantas tenía que fructificar en algo tan bello.
Pese a sus tiempos oscuros, pese al martirio de una riada que lo asoló y de una lenta restauración, varias generaciones de fieles que hoy son abuelos, pero que ya de niños corrían entre sus mismos troncos, se sientan hoy en sus bancos, tranquilos mientras inculcan a sus nietos el amor a un lugar al que el primerizo que lo visita disfruta de la paz que allí se le ofrece.
Junto al río Turia que lo limita al norte, y la torre y cúpula de la Parroquia de San Miguel y San Sebastián a su entrada, se encuentra tan bello sitio en el corazón de un rincón de Valencia, al que su “jardín” le da nombre. Su visita es obligada para los amantes de las melodías de los trinos, y también para los necesitados de paz.
1 comentario:
qye bonito....!
Publicar un comentario