sábado, 20 de septiembre de 2008

LOS VIVEROS, LOS JARDINES DEL REAL

7 - Jardines del Real Cuando el francés quiso apoderarse de Valencia, los valencianos temieron que el Palacio del Real, situado más allá de sus murallas, pudiera ser el mejor lugar donde atrincherarse las tropas invasoras deseosas de apoderarse de nuestra ciudad. Fue entonces cuando decidieron su derribo, por lo que dejó de ser el Palacio parte viva de nuestra historia para convertirse con el tiempo en el lugar que iba a albergar el más bello jardín de Valencia: el de los Jardines del Real.
Muy pocos años después, el General Elio mandó acumular los restos del Palacio en una pequeña montaña: la que sigue llevando su nombre dentro de las verjas que cierran al jardín: “la montañeta del general Elio”. Y aún perdura; la recuerdo en mis años infantiles cuando corriendo por sus cuestas -que por la corta edad parecían muy empinadas- era el mejor sitio donde el juego del escondite era una pasada. O el de los besos furtivos escondidos bajo su ramaje, como sucedería años más tarde.
Entrando por su puerta principal, junto a un pequeño bar de refrescos con bancadas de cerámica azul manisera donde descansar, siempre había, en aquel entonces, un fotógrafo con su largo guardapolvo hasta los pies, que, centrando su máquina sujeta a un caballete de tres patas, nos entregaba a las pocas horas el mejor de los recuerdos de un paseo matinal.
Aquel estudio fotográfico al aire libre,  “la montañeta del general Elio” y las largas carreras por sus cuestas, son un recuerdo imborrable de aquellos mis primeros años de la infancia.
Jardín de solaz y diversión junto a la estancia real, tiene su origen en la época musulmana enriquecido después por los reyes cristianos que lo convirtieron en aposento de los monarcas que visitaban Valencia. Hasta que ya sólo jardín, pasó a ser vivero del Ayuntamiento una vez fue dueño de sus instalaciones a principios del siglo XX.
Fue entonces el momento del inicio de unas constantes ampliaciones que, llegadas hasta nuestros días, nos muestran nada más cruzar su entrada el buen gusto imperante, una vez situados frente al palmeral que traza la amplia avenida camino a la explanada central. Caminar por un dédalo de frondosos caminos cubiertos de hermosa vegetación tiene el aliciente añadido de encontrarse con bellas estatuas, así como con pequeños monumentos de insignes valencianos o de mitológicas diosas paganas al cobijo de la fértil vegetación mostrada de forma continuada a través de todo su recinto: el que está cerrado por una verja de hierro procedente de la otrora vallada Glorieta: la que está emplazada a pies de la ya desaparecida Ciudadela: la construida contra el peligro turco del siglo XVI.
Pasear por sus rosaledas, contemplar su estanque junto a la cascada, escuchar los trinos en la singular pajarera cercana a la vieja alquería, recrearse con las columnas jónicas, fondo de la alberca en la que surge espléndido el desnudo de una mujer, protegida ésta por el hemiciclo de una pérgola, es el más suave ejercicio que no sólo agradece el cuerpo sino también el espíritu.
Próximo y ya comunicado con el Museo de Bellas Artes sirve la zona que los comunica como “cementerio de portadas” procedentes de conventos y palacios de real abolengo sitos en nuestra ciudad y hoy desaparecidos; del Convento de San Julián, del Palacio de Jura Real, del Duque de Mandas y de los Condes de la Alcudia. Quedan sus puertas en el mejor de los sitios donde se pudieran "enterrar", rodeadas de cipreses, helechos, mirtos, azaleas, palmeras, a cuyo contrapunto, los rosales, las begonias y un infinito mundo multicolor pincelan y rubrican el mejor y más perfumado tapiz urbano.
Octavio Vicent, Vicente Rodilla, José Capuz, José Esteve, José Arnal, Ponzanelli, entre otros muchos escultores, perpetúan sobre el césped flecos de su obra, los que nos sirven para detener nuestra atención en las muchas figuras de mármol y bronce esparcidas por todo el parque: el bello de los Jardines del Real, los Viveros de Valencia.
El mejor de los escenarios para el recuerdo de Vicente W. Querol, Constantí Llombart, Historiador Chabas, Padre Fullana, Ponce de León, Walt Disney y otros más, a cuyas piedras llegan los perfumes de un próximo laurel.
En la otoñal tarde calurosa o en la fresquita a la que vamos, perderse por sus caminos, no viendo pasar el tiempo sino lo mejor que en él se encierra en tan bello rincón de Valencia, es un placer irrenunciable.
Arriba de “la montañeta del general Elio”, un zagal, se cruzó corriendo en mi camino; y es que en ocasiones el mundo se detiene y todo sigue igual. Esto es lo que, al menos a mí y en aquel mismo instante, así me pareció.

miércoles, 3 de septiembre de 2008

LA TIENDA DE LAS OLLAS DE HIERRO

  43 - La tiendas de las ollas No resulta tan sencillo encontrarse de frente ante el corazón de la ciudad cuando él está escondido entre una maraña de celdas conectadas entre sí, muchas de ellas vitales. A la necesidad de su hallazgo se une la dificultad de su encuentro, víctima ésta de la duda que aunque pueda darnos alguna pista siempre sujeta al albur de los gustos, lo más probable siempre tendrá la dificultad propia del color variopinto de nuestras retinas, indecisas en la elección de que sea un lugar u otro el mejor de los elegidos. Hallar el sitio correcto donde encajar los latidos de la ciudad y que sea merecedor en erigirse como el lugar indiscutido y llamado a procurar el impulso necesario que dé vida a nuestro hábitat, es harto difícil.

Así pues, nada de sencillo tiene encontrar la fuente que alimente el ritmo urbano de nuestras calles, en cuyas retículas se entremezclan lo antiguo con lo moderno, ambos lustrosos, como viene sucediendo en los últimos años en los que la ciudad, merced a los eventos que en ella se han ido dando cobijo, luce su mejor cara ofrecida a quienes nos visitan guiados al amparo de cualquier agencia de viajes, cual rosa de los vientos, desde cuyos puntos más alejados, el turismo, ha fijado su mirada en nuestra ciudad.

Sin embargo, la amenaza de los años cumple con su misión destructora y pone en peligro lugares entrañables, amenazados por la carcoma hambrienta, en cuyas paredes han ido dejando heridas abiertas fruto del paso de los años. Lugares que se han ido debilitando y que han obligado a la intervención municipal ordenando su desalojo, como es el caso de la Tienda de las Ollas de Hierro, la entrañable tienda para tantos valencianos, sita en un edificio de balcones de hierro forjado cual hojas de almanaque, vestigios de tiempos pasados obligados a salvaguardar.

El comercio más antiguo de la ciudad está situado junto a la Plaza Redonda, el centro geográfico del casco antiguo de Valencia. Por el peligro de su derrumbe ha llegado a sentir en sus carnes el fin de sus días, evitado por el tesón de sus dueños y gracias a una rápida y eficaz restauración de sus destartaladas paredes. Con lo que se ha logrado que la Tienda de Las Ollas abra de nuevo sus puertas ofreciendo sus productos a una clientela que ha permanecido fiel desde el primero de sus días, hace de ello más de dos siglos.

Comercio de lentejuelas, de hilos de oro, de plata para bordados, de cintas para congregaciones, de imágenes y de objetos de religión, nada tiene que ver con su actual y antiguo nombre, el que le da ingenio y gracia. De cuando en el mismo edificio existía un almacén de ollas de hierro, mediados el siglo XIX, más de cincuenta años después de que iniciara su actividad tan especial mercería, la más antigua y por cuyos desgastados y ahora lúcidos mostradores han pasado sus manos más de diez generaciones.

No es el corazón de Valencia, pero sí llega a ocupar una parte del nuestro, tan peculiar museo comercial.

Tras cruzar su umbral en nuestra visita, llama la atención el sin par mobiliario que lo tapiza; con sus paredes repletas de artículos para primera comunión, de paquetería y perfumería, así como de pañuelos, delantales, aderezos para traje de valenciana, sin faltar los moños para su peinado. Destacando también una pequeña capilla con la imagen de San Vicente Ferrer utilizada en ocasiones en devoto peregrinaje.

Próxima la fiesta de la Navidad, las figuritas de belén harán acto de presencia dando al lugar un halo sacrosanto, cual vieja reliquia decimonónica, eficaz y afortunadamente salvada de la piqueta.

No, no es el corazón de Valencia, pero sus latidos están muy cerca, revitalizando la ciudad.