jueves, 25 de junio de 2009

LA PLAZA DEL ARZOBISPO

30 - la plaza del arzobispo

Confieso que el murmullo del agua me subyuga y cuando encuentro próximo su eco y allí cerca la sombra de un árbol junto a una banca de piedra, y más, si ocupa ésta el centro de una plaza en mi ciudad, mi fe por sus rincones crece, mis nervios se relajan y el encanto que los rodean alegra mi corazón. Es cuando la necesidad de dar descanso a mi cuerpo surge de inmediato, como si fuera víctima de un cansancio ya consustancial, aunque el relajo es más por la necesidad del gozo en contemplar un nuevo rincón, valor residual que insisto en mantener, que obligarme a ello lacerado por las escasas fuerzas que en mí se albergan, y que igualmente trato de conservar.

En las muchas ocasiones que he pasado junto a la pequeña Plaza del Arzobispo, mis oídos no se detuvieron nunca ante el chapoteo del agua que brota bajo sus naranjos y moreras, y al sentirlo hoy por vez primera, nace la pregunta en mí, de si es que el momento en escucharlo pertenece al de un día especial que ignoro la causa; si es que en otras ocasiones la fuente estaba seca, o si es que fijándome en su derredor el alcance de mis ojos superaba al de mis oídos, quizá dormidos, por el reflejo del silencio que siempre reina sobre la plaza cuadrangular, abierta al Palacio Arzobispal y junto a la Catedral.

Histórico rincón vicentino de cuando sufriera castigo el mártir muy poco antes de la conversión al cristianismo del Imperio Romano y que por consecuencia de su muerte alcanzó gran fama; que de haber terminado las persecuciones unos años antes, él, se hubiera librado del martirio y Valencia no tendría su Santo Mártir.

Pero no fue así la historia, y son por ello muchas las capillas e iglesias dedicadas a San Vicente Mártir las existentes en toda Europa, en sus calles, en sus plazuelas, por sus valles, por sus montañas.

La cripta de San Vicente eficazmente restaurada hace unos pocos años, es uno de los pocos vestigios de la España visigótica en nuestra ciudad, y éste, en el mismo lugar donde el diacono Vicente padeciera las consecuencias de su persecución, lugar de martirio al que se puede acceder desde esta misma plaza.

De gran importancia y convertido hoy en el Museo de la Ciudad, es el Palacio de Berbedel, el que ocupa el frontal tras la pequeña pero frondosa vegetación que alegra la plaza. Adecuada arboleda que esconde la alberca oblonga de suelo lucido y vaso de piedra a un extremo que la decora y del que mana agua, al igual que lo hace de sus dos surtidores que dan encanto a la fuente. Sus gruesas columnas de medio metro de alzada, cuando rompen el agua, más parecen sus crestas unas lenguas batientes que, caprichosas, se abren singularizando con su albedrío balbuceo, el deseo de comunicarse con el paseante sentado en cualquiera de sus tres bancas que la rodean.

Palacio de Berbedel que fue ocupado en otros menesteres, como ser residencia de virreyes años después del derribo del Palacio Real, como de capitanes generales que al ser trasladados a la nueva residencia junto al Convento de Santo Domingo, el edificio pasó a ser propiedad del Marqués de Campo, gran prócer de la Valencia que se incorporaba a los nuevos avances de su tiempo, con su dedicación empresarial a los sectores del ferrocarril, del agua potable, gas y electricidad, y en cuyo recuerdo a toda su industria lleva su nombre el Museo de la Ciudad antes citado.

Contemplando su parte trasera llama la atención en ella el esgrafiado vegetal de la “Casa punt de ganxo”, semejante al de su fachada principal a la Plaza de la Almoina.

Como adecuada señal de anuncio a la plaza, la estatua de bronce del Arzobispo Olaechea, el creador de la “tómbola valenciana” que tanto posibilitó la construcción de viviendas obreras, destaca sobre un alto pedestal de piedra presidiendo la entrada a este entrañable y recoleto rincón.

Una tienda de antigüedades, la de Marco Polo, da un toque de sabor elegante a esta Plaza del Arzobispo, a cuya visita os recomiendo; antesala además al Museo de la Ciudad con exposiciones temporales igualmente interesante. Y que a su salida y en una de las bancas de piedra, al meditar escuchando la fuente y rememorar su historia de más de veinte siglos en rededor, resultará siempre de grato ejercicio al igual que relajante.